Benito y Solange, íconos de la gastronomía ensenadense.
Por Erick Falcón/ Todos Santos
Para el kilómetro 36 de la carretera al Valle de Guadalupe, uno se da cuenta que entre la belleza de cientos de hectáreas de vid se ha perdido la noción del tiempo, del peso del pie sobre el acelerador y también del letrero que dice ‘Silvestre restaurante’, que se quedó doscientos metros atrás.
Hay que subir un terraplén, y caminar un poco entre las vides de Domecq para descubrir el camino. El lugar está tan escondido que se puede pensar que Benito Molina se ha tomado eso de la disidencia muy en serio. Pero la única conspiración que se cuece en Silvestre es del tipo alimenticio: aquí se está cocinando la nueva identidad de la gastronomía de Baja California.
El restaurante rompe con todas las concepciones de lo que es un restaurante, algo que se esperaría de sus propietarios. Es un comedor campestre oculto entre viñedos, con una terraza que ofrece una vista envidiable al Valle de Guadalupe. En una esquina está la anfitriona, Solange Muris, atendiendo personalmente a dos comensales de California. En la otra, ataviado con bermudas rojas y gafas oscuras, Benito Molina anota el 1-3 en una partida de petanca, una especie de boliche a lo provenzal.
“El alumno vence al maestro. Pero todavía no en la cocina, mi estimado Memo,” dice a su contrincante y discípulo, el chef Guillermo Barreto, del restaurante El Sarmiento.
Molina se acerca a la mesa y ordena unas Pacíficos para entrevistador y entrevistado. Luce como todo menos como chef: bermudas rosa pastel, una playera negra y unos lentes oscuros Prada que sugieren desvelo, puesto que de sol no hay ni trazos. Aún así, es una tarde agradable en el Valle.
“Este lugar me impresionó mucho cuando lo visité por primera vez hace más de 25 años. Los viñedos de Domecq eran una vista hermosa que nunca me imaginé que volvería a disfrutar. Ni imaginaba que tendría un restaurante en ese mismo lugar.”
Aún siendo uno de los cocineros más reconocidos del país, Benito Molina tiene un talento especial para meterse en problemas: su franqueza es el complemento imperfecto para su problema con las figuras de autoridad, y su madre no tardó en darse cuenta.
Cuando Molina tenía 10 años, la madre del futuro niño problema de la culinaria mexicana lo mandó a un internado de un año en Morzine, un pueblito francés situado en las faldas de los Alpes.
Luego de varios meses lejos del país y de la comida mexicana, un platillo a base de aguacate en la cena navideña de 1978 le supo a gloria. No obstante, esta experiencia desarrollaría su habilidad con el idioma, y la exposición a la cultura francesa probaría ser determinante para su futuro culinario.
“Al principio fue un shock, pero poco a poco me adapté. En el recreo esquiábamos, y había una charcutería increíble, que hoy en día todavía provoca que cuando corto un salchichón francés me transporte a esos tiempos del internado.”
Pero el internado pudo poco con el carácter rebelde de Molina. Tanto así que su ingreso a la preparatoria fue nada más y nada menos que en una escuela militar en Missouri, donde adquirió más condición física que disciplina, recuerda. Y un aprecio por la buena comida, pues el recuerdo del sabor de los huevos cocidos sin sal permea todavía en su desprecio por este ingrediente.
“Otro chilango y yo quisimos escaparnos una vez para ir a un concierto de Deep Purple. Pero nos trampó un sargento gringo de esos de cara roja quemada por el sol, y nos castigó con todo un verano de servicio social. Pero me pasaron el tip de hacerlo en la enfermería, donde una enfermera de raza negra se apiadó de nosotros y nos compartía la mejor comida creole que probé en toda mi estancia en Missouri.”
Molina hace una pausa para escuchar a Solange Muris, su esposa. Me comparte una entrada muy característica de su cocina: tiradito de sardina y almeja ‘chiluda’, marinadas en polvo de chile y una salsa cítrica no muy específica. Le da órdenes a su personal, un par de estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja California que están haciendo prácticas profesionales en Manzanilla, su restaurante bandera.
“Son los únicos que me han ‘prestado’ de la Facultad de Gastronomía. Parece que no tengo muy buenos bonos con el orden académico establecido,” bromea mientras ordena una tercera Pacífico, “Así fue mi comienza en el mundo de la cocina, gracias a Jean Yves Ferrer.”
Chef del restaurante Maxim’s de Paris, que pertenecía a las familias Ázcarraga, O’Farrill y Alemán, Jean Ferrer inspiró la carrera de Molina y le dio su primera prueba del oficio: a los 16 años se hizo garrotero en el restaurante durante todo un verano.
“El Maxim’s era lo más civilizado que podía hacer. Esto fue antes de Missouri. Quitaba platos sucios y ponía mantequillas en las mesas, pero comenzaba a darme cuenta que la acción estaba tras bambalinas: los violines y fracs se apagaban en los flamazos, mentadas de madre y la tensión de la cocina. Ahí quería estar yo.”
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El programa Benito y Solange le ha traído a los Molina-Muris una atención mediática considerable y ha reafirmado su status de cocineros rockstar, aunque el mismo Molina dice aborrecer esta etiqueta. Ni toda la presencia televisiva puede cortar la mala racha económica que viven los restaurantes de Baja California, el Manzanilla incluido.
“Sólo con extras se pagan las cuentas. Desde el 2008 la crisis económica y el tema de la inseguridad han espantado a la clientela extranjera. El turista gringo ya casi no viene a Baja California.”
Sin embargo, antes de Manzanilla, Ensenada y toda la faramalla culinaria, hay un capítulo poco conocido: el día que Molina se dejó llevar por su espíritu capitalista.
Por un rato, Wall Street le había parecido una opción más vistosa, inspirado a ‘seguir’ los pasos de Gordon Gekko, el especulador ficticio de Oliver Stone. En 1988 se inscribió a la carrera de Economía en la Ibero. Después de todo, era una carrera seria, que le permitiría una vida acomodada, o al menos así lo pensó unos meses. Y por increíble que parezca, Benito Molina vistió el traje y la corbata durante meses. Consiguió empleo en el banco Somex, en el piso 13 del que hoy es el edificio de la PGR en Reforma.
Por dos años estudió Economía, y había ascendido a la presidencia del alumnado de la carrera, si bien no por su conocimiento de matemáticas avanzadas como por las fiestas que organizaba.
“Lo más entretenido de mi trabajo fue poder escoger los restaurantes a los que mi jefe y yo salíamos a comer con clientes importantes. También me gustaba cocinar en las fiestas de la carrera. Pero todavía no me descubría. Fue un periodo muy confuso, aunque los trajes no duraron mucho en el armario.”
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Al segundo año de universidad las cosas no iban bien. Una disputa familiar con su padrastro llevó al futuro chef a vivir con sus abuelos. Tenía un empleo demasiado estable, una carrera en la que no se sentía pleno y un porvenir superfluamente cómodo.
Una noche de 1990 se subió a la azotea de la casa de sus abuelos. Prendió un ‘torpedo de Bolívar’ y se puso a meditar su futuro. El tiempo que fue garrotero en el Maxim’s. Los mercados de Campeche, la ciudad natal de su madre y abuela. Pasada la medianoche llegó la epifanía.
Al día siguiente Molina se dio de baja de la Ibero y renunció a su empleo en el banco. Se cortó el pelo y fue a entrevistarse con Jean Yves Ferrer para comenzar su mítica aventura culinaria.
“Atrás quedaron los deseos de emular a Gordon Gekko,” bromea mientras destapa su cuarta Modelo Oscura. A Molina sólo lo he tratado en dos ocasiones, pero es el tipo de persona tratable que es como un amigo que hace rato no ves: hemos hablado por tres horas como si nos conociéramos desde la escuela.
Entre trago y trago, admite que su conocimiento del francés le valió una oportunidad para hacerse de una plaza en la cocina del Maxim’s, que inspiraría todavía más su ideología: ayudante del pescadero.
“Me dieron a pelar un costal de shalots, una especie con parecido a la cebolla. El olor de la cocina profesional es un olor muy loco, me envolvió y no tuve la menor duda: luego de pelar todos los shalots, supe que la cocina es donde yo tenía que estar, esto es lo que yo quería hacer con mi vida.”
- La familia de Molina no aprobó esta transformación en un principio. Molina ahorró lo suficiente para pagarse un curso en la Escuela Panamericana de Hostelería, donde aparecieron de nuevo los sacos y las corbatas. Molina sintió poco entusiasmo por este sistema. Pero su tesón generó algo de simpatía en su padrastro, quien se decidió a apoyarlo económicamente para ingresar al instituto culinario de su preferencia.
La opción fue el Instituto Culinario de Nueva Inglaterra, o NECI, dirigido por el mítico Michel LeBorgne. Pero con un semestre por delante antes de ingresar, a Molina se le metió en la cabeza hacerse a la mar.
“En una visita con un tío que era biólogo marino en La Paz empezó mi deseo de ser marinero cuando vi el tamaño de los barcos atuneros de aquel entonces. Uno de ellos, el Norman Ivan, era de Pancho Tucker, papá un amigo de Ensenada, al que le pedí ayuda para conseguir empleo e ir al mar.”
Tanto el tío como el amigo como el papá del amigo se rieron por turnos de Molina. “Me veían como a un chilango loco que pertenecía a tierra firme. Me prevenían sobre el peligro de la pesca. Pero insistí tanto que terminaron por ayudaron y me convertí en tripulante del barco.”
A bordo del Norman Ivan, un Molina veinteañero lavó platos, hacía desayuno para 24 marineros… y a la segunda semana comenzó a tirarse al agua a ayudar a los delfines atorados en las redes de pesca.
Ésta era una maniobra complicada, que implicaba nadar en el mar con tiburones a la vista para ayudar a empujar a delfines de todo tipo de tamaño que quedaban atorados entre el espacio que quedaba libre para permitir su salida. Además, todo lo que no era atún y quedara atrapado entre las redes era para él, con tal de que lo fileateara y vendiera en puerto.
“En mi cuarta noche en el barco había hecho mi doctorado en filete de tiburón, porque ya había cortado más de 30. Pero viví momentos inolvidables que marcaron mi experiencia posterior con el mar que ha influenciado mi estilo para cocinar y para pintar.”
En una de las zambullidas, mientras trataba de liberar a un delfín pequeño, vio que el cardumen de atún se disipaba rápido… sólo para hacer paso a un tiburón toro que quedó justo frente a Molina en el instante en el que el animal mordió a un atún y escapó.
El atónito cocinero salió sin un rasguño. Pero fue la inspiración para un ‘ritual’: en el momento que recibió el siguiente tiburón en la cocina del barco, lo abrió, le arrancó el corazón y se ungió la cabeza con “la sangre del enemigo”, a manera de protegerse de futuros encuentros con los escualos.
“Estuve cerca de tres meses en el Pacífico en dos viajes separados. Este baño de mar inspiró mi estilo y mi conocimiento: los colores que tienen los peces vivos, la forma en la que se refleja la luz del sol en su piel y cómo se denota la frescura… y a respetar a los tiburones.”
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En NECI, Molina logró hacer valer su condición de perito en el idioma francés para que el fundador de la escuela le apoyara al enviarlo a Bretaña, donde aprendió en primera persona la perspectiva culinaria francesa sobre el marisco. Pero ya en la vida real de la escena culinaria de la Ciudad de México, los inicios no fueron sencillos.
La vida no funciona como debería. Su primer proyecto de restaurante en la Ciudad de México, que ni nombre tenía, es clausurado antes de su apertura. Ello le provoca una depresión profunda que busca un alivio en intentos urbanos de conspiración gastronómica. Descubre los paladares cubanos. Le gusta la idea. Consiste en restaurantes caseros clandestinos en las cocinas de hogares humildes de Cuba, que se oponen a la prohibición en un intento de sobrevivir. Quizá sería una buena idea para pegar los sueños rotos de abrir su propio restaurante.
Lo único que lo salvó de la clandestinidad fue la propietaria del restaurante La Mesa de Babett, en La Condesa, se adelanta a la conspiración y logra aterrizar las ideas de Molina en un menú de cena de degustación de ocho tiempos con vino y mezcal, que se convierte en un éxito.
Al poco tiempo es descubierto por el enólogo Hugo D’Acosta, uno de los máximos exponentes del vino mexicano, quien lo recluta para jefe de cocina del restaurante La Embotelladora Vieja, que pertenecía, y pertenece, a la tradicional vinícola Bodegas de Santo Tomás.
En la contraesquina de dicho restaurante se encuentra otro restaurante, convenientemente nombrado ‘La Esquina de Bodegas’. En 1996 su chef se retira y deja un puesto vacante. Molina recibe la encomienda de hallar un substituto.
Una amiga de la madre de Benito Molina sugiere a su sobrina, una chef de Cuernavaca, “a quien conspiran para presentarme puesto que consideran que estamos igual de crazy,” bromea el chef.
Aquí aparece en escena la chef Solange Muris. El primer cortejo no es muy efectivo: “ me ofrece un sueldo bajísimo al que amablemente le doy la vuelta, pensando: ¿qué le pasa a este tipo? y me regreso a Cuernavaca,” dice Solange.
Molina se limita a fruncir el ceño y a asegurar que no le habían dado mucho presupuesto para contratarla. Lo intenta de nuevo durante una edición de Fiestas de la Vendimia al poco tiempo, y Solange acepta, convirtiéndose en la jefa de cocina de Esquina de Bodegas, y la nueva secuaz culinaria de Molina.
Ambos fundaron el restaurante Manzanilla en el 2000, con una inversión de arriba de 50 mil dólares, producto de un préstamo familiar. Hoy en día, el restaurante está catalogado como uno de los 10 mejores de México por diversas publicaciones especializadas.
Su hija, Oliva, nació en 2007, y ha sido la mejor inspiración para ambos. “Su nombre viene de los olivos, un nombre terroso, que está muy conectado con los ingredientes que apreciamos más y que son la base de nuestra cocina. No faltaba más escoger un nombre más apropiado.”
“Falta ver cómo le vamos a hacer en estos meses fríos, con eso de que hay menos turismo aquí. Hasta estamos pensando en dar clases de cocina, que ahorita está de moda aquí en Ensenada, je, je,je.”
Visita a Benito y Solange en www.rmanzanilla.com.
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